Desde hace varios años el movimiento de organizaciones de la sociedad en defensa de los derechos humanos ha adquirido fuerza y relevancia en nuestro país. El desamparo en el que nos dejaron las autoridades estatales para la garantía de derechos civiles y políticos, pero también económicos, sociales y culturales hizo que grupos organizados fueran avanzando pasito a pasito en su reconocimiento y exigencia.
Históricamente a nivel regional y también en México, las organizaciones de base que muchas veces trabajaron en conjunto con los distintas iglesias, respondieron ante la falta de respuesta del Estado y fueron referentes en distintos movimientos sociales que miraban para el desarrollo de los pueblos. Con el tiempo fueron surgiendo otras organizaciones, apartadas de los religiosos y políticos.
El movimiento organizado de derechos humanos se convirtió en muchos casos en un acompañante de las más grandes luchas por la justicia y la verdad, por la dignidad y la libertad, pero también por la defensa de la tierra y el territorio de las comunidades sujetas a la explotación, a la corrupción y la impunidad que deriva de los grandes proyectos estatales que sólo brindan beneficios para los de arriba, y terminan rompiendo los tejidos y lazos comunitarios de los de abajo.
Obviamente, el trabajo que implica la organización, la defensa, las campañas, entre otras acciones de visibilidad e incidencia, no se paga solo y las personas que dedican su vida a la defensa de derechos humanos reciben un salario, en algunas ocasiones digno, en otras no tanto. Anteriormente, las organizaciones eclesiásticas lograban solventar estos gastos con el apoyo de sus diócesis y feligreses, sin embargo todas las demás, las que no tienen una afiliación religiosa o política, debían encontrar fondos de diversas fuentes: la filantropía, la cooperación internacional, las rifas, el boteo, las galas.
En México, a comparación de los países del norte y Europa, el desarrollo de la filantropía como una forma de trabajo de las empresas es algo reciente. Todo esto en referencia a la irresponsabilidad política del Presidente de inferir que un grupo de organizaciones operan de manera opaca y en base a intereses extranjeros para frenar el proyecto del Tren Maya. La semana pasada, su Coordinación de Comunicación Social, aparentemente, tuvo que solicitar una investigación externa para verificar las fuentes de financiamiento de las organizaciones que están haciendo incidencia para frenar el mega proyecto hasta en tanto no se verifique el impacto a la población, se consulte con las comunidades que se verán afectadas y se prevean las mayores beneficios para estas. Esta narrativa estigmatizante es cada vez más recurrente en cada vez más países de la región: Guatemala, El Salvador, Colombia, Ecuador, son un botón de muestra.
Las declaraciones del Presidente -para las cuales sólo le bastaba recurrir al SAT en lugar de solicitar una investigación externa- solamente ratifican la falta de reconocimiento de la importancia de la defensa de derechos humanos en un país donde el Gobierno nunca ha dado resultados y, más aún, de la necesidad de que todas y todos los ciudadanos seamos parte de los asuntos públicos, controlemos a las autoridades y avancemos hacia una democracia participativa. Su afán por desacreditar el disenso con base en información manipulada lo convierte en el cáncer del que él tanto se queja: en la fuente de desinformación y la raíz de la polarización.