Es sorprendente que en las cárceles mexicanas exista una gran cantidad de personas que están ahí por lo que podía pasar como robo de famélico, es decir, aquel que se comete en estado de necesidad y sin violencia que, a efectos prácticos, es el que comúnmente imputan las cadenas de supermercados.
No se trata solo de precepción: 45 por ciento de las personas que están presas por delitos del fuero común llegaron ahí por infracciones de índole patrimonial, esto es, por robo, incumplimiento de obligaciones familiares, fraude, daños en propiedad ajena, entre otros.
Hasta la estadística más reciente presentada por el Inegi en 2018, con datos actualizados a 2016, del total de delitos patrimoniales, el robo representó 83 por ciento y del total de los delitos patrimoniales y, visto a detalle, el robo simple, robo a negocio y “otros robos”, que pueden no aplicarse bajo el supuesto de necesidad, representan alrededor del 70 por ciento de todo el robo que se comete en México.
No es de extrañar que, tratándose de mujeres, 40 por ciento esté presa por robo y que, en el catálogo general de delitos destaquen algunos que tienen que ver con complicidad con sus parejas, tales como delitos contra la seguridad pública (16%), contra la vida y la integridad (14%), dato este último relevante, en tanto incluye aquellos casos de aborto que en numerosas entidades sigue siendo penado.
Poniendo las cosas en su justa dimensión, la población penitenciaria está mayoritariamente compuesta por pobres, vulnerables por condición social o económica y de género, frente a la presión que ejercen cúpulas de poder real. Lo que hay, por ejemplo, es la presión y vileza de las empresas de supermercados –testimonios abundan de siembra de empaques para aumentar cuantía—o de las grandes iglesias que se oponen al aborto.
Criminalizar mujeres, médicos o parteros, es tema obsesivo para los sectores más conservadores. Criminalizar adictos, que son enfermos, es obsesión de las cúpulas del securitarismo. Todos, fanáticos con poder.
Y es que, el sistema se ensaña con los vulnerables… y pobres como nadie, son los indígenas en este país. Hasta 2017, la cifra oficial de defensores de oficio bilingües con capacidad de entendimiento con un acusado era de 25 abogados con capacidad de atender a 19 variantes. Los datos son inaceptables en materia de justicia, primero por la distribución geográfica hace encontrar, por ejemplo, a un defensor hablante de náhuatl en Ciudad Juárez, pero ninguno en la Huasteca donde se concentra la mayor población que tiene esa como primera lengua.
Pero además de lo geográfico el rezago es grave. En México se reconocen 68 lenguas y 364 variantes dialectales. Por estándar internacional, las variantes deberían ser tratadas como lenguas en un sistema de justicia eficaz y la forma de resolverlo es con traductores. Hasta 2017, en México había 664 traductores registrados y con capacidad de asistir en juicio, pero sólo a los hablantes de 34 lenguas y 121 variantes dialectales.
México, lo sabemos, es país de pagadores que se cosechan en la pobreza, la vulnerabilidad y la ignorancia (afirmación medida por el Inegi en la población penitenciaria: solo 3.3% tiene licenciatura, ni uno maestría ni doctorado; 6.6% es analfabeta; 10% no tiene estudios; 30.4% tiene preescolar o primaria y 39.1% secundaria).
Es posible que haya una intencionalidad política en la propuesta de amnistía que hace días presentó el gobierno o que no la haya. La verdad no importa porque este no es asunto de simpatías políticas: en México hay personas que robaron para comer; que en realidad son víctimas de circunstancias y de un sistema de dominación brutal. Esos, pobres y vulnerables en su mayoría, configuran una sobrepoblación penitenciaria –fluctuante entre el 10 y el 30% adicional a la capacidad instalada– que hasta por pragmatismo gubernamental debe reducirse. Por lo tanto, oponerse a la amnistía, es un despropósito.