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El republicano dudoso

Como si no tuviéramos problemas que enfrentar, esta semana buena parte de la conversación pública (léase medios, redes sociales y charlas de sobremesa) giró en torno a la especulación de que López Obrador se reelija al final de su sexenio en 2024. Enrique Krauze, incluso, propuso lanzar un Frente Nacional Antireeleccionista que podría ser encabezado por el mismísimo Cuauhtémoc Cárdenas. Como es sabido López Obrador acudió a un notario público para certificar su decisión explícita de nunca intentar eso de lo que ahora se le acusa. Inmediatamente sus críticos advirtieron que esa promesa notarial no elimina el peligro. Primero, porque es un documento que no tiene valor jurídico, simplemente acredita que en tal fecha esa era su voluntad. Tendría el mismo carácter que un testamento que igual puede cambiarse cualquier otro día.  Y segundo, porque la reelección no es el único camino para mantenerse en Palacio Nacional, la otra vía es la extensión del mandato mediante un cambio en la constitución. Aunque conseguirlo supondría un brete jurídico, en estricto sentido esa opción no requeriría presentarse a unas elecciones.

Desde luego el temor no es gratuito. Se originó con el albazo que propinó el congreso estatal de Baja California mediante el cual se extendió el mandato del Gobernador de Morena recién elegido. Como se recordará, las elecciones en aquél estado fueron convocadas para cubrir un  período de apenas dos años, obedeciendo al deseo de recorrer así el calendario estatal y empatarlo con las elecciones federales intermedias de 2021. Pero una vez en el poder, el Gobernador elegido, Jaime Bonilla (un empresario ex priista que supo leer a tiempo el cambio de aires políticos), encontró que 24 meses no justificaban ni el esfuerzo ni los gastos de campaña y movió los hilos para que los diputados locales le ampliaran la chamba para continuar hasta el 2024, es decir en total cinco años. El problema, claro, es que los ciudadanos habían elegido a un funcionario para el término de dos años, sin derecho a reelección según reza la convocatoria, lo cual supondría un abuso inexplicable de parte de los generosos legisladores locales. Curiosamente la mayor parte de ellos eran panistas, algunos en proceso de cambiar a Morena y en medio de muchas acusaciones de haber sido convenientemente “maiceados”. El tema seguramente habrá de resolverse en la Suprema Corte.

Pero el caso de Baja California encendió las alarmas entre todos aquellos que ven a López Obrador como enterrador de la democracia. Suponen, incluso, que puede tratarse de un laboratorio de lo que podría suceder luego a nivel federal. No obstante el Presidente ha declarado reiteradamente que es un republicano de cepa y cita a Francisco I Madero, el antirreleccionista, como uno de sus referentes históricos. Una y otra vez ha dicho que no seguirá en el poder al final de su mandato y ahora lo ha afirmado ante notario público. Pero se habría ahorrado toda este desgaste de paja si simplemente hubiese hecho un deslinde crítico con lo que está pasando en Baja California. Por el contrario, sus intervenciones al respecto no han podido ser más ambiguas. Interpelado en las mañaneras al respecto, solo ha dicho que él no metió las manos, que se trata de un asunto regional y que, en todo caso, las autoridades federales electorales y la Suprema Corte tendrán la última palabra. Sobre esto último tiene razón, sobre lo primero hay más dudas. López Obrador no es de Morena sino al revés. Se trata de un partido hecho en torno a su persona y cuesta trabajo creer que el congreso local y el mismo Gobernador hubieran perpetrado esta patraña si el líder nacional se hubiera opuesto. Cabe la posibilidad de que lo hicieran sin consultarlo, pero no tengo dudas de que, de haberlo deseado, él tenía capacidad de pararlo una vez que se puso en marcha.

Quiero pensar que López Obrador es sincero cuando afirma que no traicionará su palabra en 2024, lo que no me explico son las ganas de complicarse innecesariamente las tareas de Gobierno. La 4T habría podido quitarse muchos obstáculos y molestias si el Presidente usara menos explicaciones e impartiera menos lecciones verbales; si no ofendiera a las tradiciones republicanas con encuestas a mano alzada para presumirlas como la voz del pueblo, si no desafiara y descalificara a sus adversarios todos los días casi siempre con razón pero a veces sin ella. Horas antes de firmar notarialmente su intención antirreleccionista, dijo en la conferencia mañanera que gobernaría “hasta que el pueblo quiera”. Se refería a que incluso podría salir antes, si es que un referéndum se lo pedía. Pero sus críticos lo sacaron de contexto para insistir que era una amenaza velada para perpetuarse en el poder. Entre tantos dimes y diretes estamos dejando de ver la transferencia real que comienza a darse a favor de los pobres y el avance lento pero profundo en contra de la corrupción. Hay cambios valiosos, pero difíciles de percibir con tanto ruido. Lo dicho, López Obrador siempre se las arregla para darles municiones a sus adversarios.

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