Editorial

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By Despertar Redacción

February 26, 2020

Todos somos culpables

López Obrador tiene razón, y no la tiene. Es verdad, cada vez son más evidentes los resultados de una era globalizante a la que México entró sin prever las consecuencias.

No se puede negar que este gobierno enfrenta todos los días el resultado de muchos años de malas políticas públicas, pero tendría que haber ofrecido una respuesta a la frustración que todos vivimos ante la brutal ola de feminicidios; especialmente los de Ingrid y Fátima. Las últimas dos son muertes que nos dejan devastados, que nos recuerdan lo vulnerables que somos, nuestra fragilidad e indefensión. Hoy todos somos presas de un miedo que nos detiene y condena. Somos víctimas de un asesinato, como el de Ingrid o Fátima porque sabemos que ellas viven en cada unos de nuestros hijos e hijas, en nosotros. ¿Cómo alimentar con otras perspectivas la conversación que irremediablemente se vuelve necesidad?, ¿de qué manera expiar la culpa y disfrutar la vida a unas cuantas horas de que alguien ha sido capaz de cometer un acto tan espeluznante?

AMLO cerró los ojos. No quiso ver el dolor, respondió con una crítica repetitiva y desgastada que nos está cansando a todos los que votamos por él.

Sin embargo, una parte de lo que dice es real, las mujeres muertas en Juárez, muchas de ellas migrantes desesperadas, desarraigadas de su entorno en busca de nuevas oportunidades, de familias sin recursos, salen todos los días y son “contratadas” por gigantescas maquiladoras en condiciones mínimas. Por las noches, se mueven por las calles huyendo de sus posibles agresores. Si llegan a casa, han sobrevivo un día más, una noche más. Quién sabe si mañana podrán decir lo mismo. Ellas, sin duda, son el resultado de las malas prácticas neoliberales.

Pero hay muchas otras causas. Una de ellas es la falta de respeto y acoso que viven las mujeres todos los días. Esta se da en cualquier nivel, la hemos sufrido muchas de nosotras. Recibir un piropo es el aviso de que un posible violador anda suelto. Quien se atreve a encararlo seguramente perderá el trabajo y será juzgada y acusada de puta por otras mujeres. La sociedad del espectáculo ha convertido esto en una guerra sin cuartel entre géneros. La consecuencia es el odio de las mujeres (en su mayoría profesionistas) hacia los hombres.

Pero hay otro tipo de descomposición social, la que se vive dentro de esa célula desgastada y decadente llamada familia. Es el patriarcado en el que todos le pertenecen al hombre. Las primeras víctimas son los hombres desde la infancia, ya que se les fuerza a actuar como machos. Vulnerables, frágiles, susceptibles al abuso, son agredidos todos los días por otros hombres. Viven en la frustración de ser niños golpeados, hijos de matrimonios en los que la violencia es un modo de relacionarse. El que no es macho es marica. La masculinidad mal entendida se va formando en los hogares de cada posible asesino. Todos hemos sufrido algún tipo de injusticia, por pequeña que sea, hemos tenido que lidiar con ser mujercitas, los hombres tienen que vivir demostrando que son “hombrecitos”. La tradición dice: el macho golpea, la mujer aguanta.

Pero hoy sabemos que en todo ser humano, hombre o mujer, puede darse el más alto nivel de bondad, también el más bajo instinto criminal. Un asesino forma parte de la sociedad; es la manifestación de lo que se ha podrido, de lo que todos hemos hecho que se pudra. No es de hoy. Ha existido siempre, en todas las familias el pequeño abuso cotidiano permite que surjan las víctimas y los victimarios. Por eso duele tanto saber de un asesinato: somos un espejo de esa realidad brutal a la que todos pertenecemos.