Presidente pugilista
No pasa un día sin que el presidente de México se pelee con alguien, descalifique a alguien, reproche a alguien, critique a alguien. No pasan ni 24 horas antes de que adopte un tono altisonante o recurra a un adjetivo agresivo. Andrés Manuel López Obrador dice ser pacifista y humanista, pero más bien parece peleonero y pugilista. Siempre al ataque, pocas veces conciliador, rara vez unificador. Mañanera tras mañanera abre grietas entre los mexicanos, ahondando sus diferencias, exacerbando sus desacuerdos. Y sí, México padece una polarización social, étnica, de clase, de raza desde su fundación como República. Pero ahora al frente de ella está un hombre al que le gusta gobernar enfrentando, construyendo hombres y mujeres de paja para después quemarlos en la hoguera de la ostensible superioridad moral.
Como hizo en estos días con Alberto Athié, el valiente activista que denunció la pederastia clerical y ayudó a encararla. Como hizo en esta semana con Javier Sicilia, quien perdió un hijo a manos de la violencia criminal y ha promovido la paz, la justicia y la dignidad toda su vida. Ambos, criticados injustamente. Ambos, denostados deshonestamente. Ambos, víctimas de un estilo personal de gobernar basado en la creación diaria de supuestos enemigos del cambio, supuestos derechistas responsables de “golpes blandos” en puerta, supuestos privilegiados ahora resentidos. Los nuevos enemigos del pueblo contra quienes se vuelve necesario volcar la enjundia presidencial y el enojo de sus acólitos. Y así, pasamos a un escenario perverso, en el que la 4T agrede a quienes encabezaron luchas sociales y democráticas que le permitieron a la izquierda llegar al poder.
Que triste paradoja que la 4T defienda a Manuel Bartlett mientras arremete contra Alberto Athié. Que justifique a Jaime Bonilla mientras caricaturiza a Javier Sicilia. Que guarde silencio sobre Ricardo Salinas Pliego mientras grita en contra de las feministas que denuncian la violencia con pintas. Que descalifique a periodistas críticos mientras ensalza a periodistas domesticados. La incongruencia es el signo de estos tiempos, donde se impone la visión moral de un solo hombre al que sus seguidores consideran infalible, irreprochable, por encima de quienes fueron sus compañeros de lucha y le ayudaron –causa tras causa– a llegar a donde está. México visto y juzgado a través del cristal lopezobradorista, y en ese país el pueblo se contrapone a quienes son clasificados como corruptos o, de alguna manera, moralmente inferiores.
Ante la crítica, AMLO no debate; denuesta. Tantos años de vivir a la intemperie, sujeto al peso inmisericorde del aparato del Estado sobre él, han dejado huella. Sus reflejos y reacciones no son las de un estadista que promueve la paz; son las de un luchador social que ya no sabe cómo dejar de serlo. No ha logrado transitar de la oposición beligerante al poder responsable. Conserva el talante de un rebelde permanente; despliega el temperamento de un indignado invariable. No comprende la crítica como un ejercicio para impulsar la rectificación; la percibe como un intento destructivo.
Cada mes que transcurre es más violento que el anterior y –de seguir así– 2019 será el año más terrorífico de nuestra historia posrevolucionaria. Y en lugar de la deliberación y el debate propios de cualquier democracia que se precia de serlo, tenemos a un presidente enconado con todos, siempre. Resta y aliena, en lugar de sumar y escuchar, como se espera de él. Parafraseando a Nietzsche, AMLO lleva tanto tiempo peleando contra monstruos, que no se da cuenta cuando empieza a parecerse a ellos.