Un presidente
delincuente
Raymundo Riva
Palacio
Ya no se sabe con
certeza si el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene control de su
gobierno, es una anarquía en la cual se desenvuelven sus funcionarios, o es el
arquitecto de una autocracia. Pero el paquete de reformas al sistema de
justicia que llevaron el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, y el consejero
jurídico de la Presidencia, Julio Scherer, al Senado la semana pasada, habla
del desaseo con el que este nuevo régimen hace las cosas. El Senado rechazó
aceptarla al argumentar que no había sido consultada dentro del propio
gobierno, lo cual es incorrecto, porque fueron todas las dependencias a las que
se les pidió observaciones y propuestas quienes incumplieron con la solicitud,
salvo la Unidad de Inteligencia Financiera.
Es posible
conjeturar que se buscó un control de daños ante las críticas por la regresión
a las libertades que entrañaba, y que abría la puerta al retorno de un modelo
autoritario, sepultando años de lucha por la democracia, lo que a muchos les
parecerá abstracto, hasta que sufran las arbitrariedades de los excesos del
poder, como sería este el caso. El paquete de reformas, sin embargo, es un
suicidio político -lo que es muy poco probable-, o lo hizo un enemigo del
presidente, porque de aprobarse como lo envió, él mismo violaría varios de sus artículos.
Esta es una
proposición hipotética porque el presidente no puede ser juzgado salvo por
traición a la Patria. Pero como ejercicio para problematizar la reforma y
observar las líneas que se cruzan dentro del gobierno, se pueden plantear las preguntas
si el contenido de la iniciativa aprovechó su desinterés por temas que no
tienen que ver con lo electoral, o es un intento por la centralización del
poder y controlar lo que está, hasta ahora, fuera de su alcance: la libertad de
expresión. Lo que no cabe pensar es que sea ajeno a la iniciativa y a sus tesis
centrales, al haber sido acompañada todo el tiempo por su consejero jurídico,
probablemente el colaborador más cercano que tiene el presidente. Como botones
de muestra:
El artículo 468, fracción V del nuevo Código Penal Nacional, se pide cárcel
para quienes hicieron imputaciones para causar deshonra, descrédito, perjuicio,
o desprecio de alguien. Pero si alguien se ha embarcado en ese tipo de
prácticas de manera cotidiana es el presidente López Obrador, que utiliza las
comparecencias públicas matutinas en Palacio Nacional para denostar, calumniar
y crear las condiciones para el linchamiento, hasta ahora virtual, pero con una
tendencia a que se mude al mundo real.
Estos abusos no deben ser permitidos, pero las democracias los castigan con
sanciones administrativas, como lo establece el Código Penal mexicano de 2007,
y no penales, como quieren ahora modificar, pese a que si quien incurre en
ellos sea quien, como lo estableció la Suprema Corte de Justicia, tendría que
ser más tolerante que todos, el presidente. Aún en este caso, son preferibles
los excesos retóricos del presidente -siempre y cuando no incite al odio, como
sucede frecuentemente-, que socavar la libertad de expresión.
Otro botón que llevaría al presidente a delinquir está en el capítulo que
se refiere a Delitos contra el Orden y la Paz Pública, cuyo artículo 836 señala
que constituye un ataque, “toda manifestación o exposición dolosa hecha públicamente que tenga por
objeto desprestigiar, ridiculizar o destruir las instituciones fundamentales
del país; a las personas físicas o morales”. Nadie podría caber mejor en esa
descripción que López Obrador. A través de difamaciones inició el proceso de
destrucción de los órganos electorales desde la campaña presisdencial de 2006,
cuando clamó la liquidación del actual Instituto Nacional Electoral. Mediante
un rearmado legislativo, a través de las cámaras controladas por él, lo está
logrando, al tiempo que ha colonizado los órganos reguladores autónomos, para
evitar los contrapesos indispensables en una democracia.
La calumnia y la
ridiculización lo acompañan permanentemente, por lo que la Ley Gertz Manero lo
pondría una vez más en el campo de quienes la violan. De cualquier forma, esta
reforma es profundamente inhibitoria y busca la previa censura, rechazada
tajantemente en la Constitución de la Ciudad de México, donde participaron en
su arquitectura varios miembros prominentes del gobierno de López Obrador. Es
decir, aquello que el hoy presidente instruyó a que se legislara, quiere
desmontarse.
La fracción II del
mismo artículo señala como un atentado al orden y la paz pública “la publicación
o propagación de noticias falsas sobre acontecimientos de actualidad, capaces
de perturbar la paz o la tranquilidad de la República o en alguna parte de
ella, o de causar el alza o baja de los precios de las mercancías”. Las
mañaneras caerían invariablemente en este delito. Todos los días, de acuerdo
con los estudios de Spin Taller de Comunicación Política, López Obrador miente
cuando menos cinco veces, y en otra ocasión mencionó negativamente a una
empresa, injustificadamente, que provocó una caída en sus acciones de 5%.
El artículo 838,
vinculado al 836 mencionado previamentre, refiere: “las manifestaciones o
expresiones se considerarán hechas públicamente cuando se hagan o ejecuten en
lugares públicos, o en lugares privados pero de manera que puedan ser
observadas, vistas u oídas por el público”. En este caso, el presidente también
violaría la ley. Por ejemplo, por la forma como se refiere a un columnista como
cocainómano, que alimenta los ataques en su contra de los afines a López
Obrador en las redes sociales.
¿Qué se pretendió
con la Ley Gertz Manero? No se sabe y, a la vez, todo es posible. El talante de
la reforma se va a ver, junto con las intenciones hoy ocultas, cuando
formalmente se presente en el Senado. Ahí se apreciarán las verdaderas
intenciones de López Obrador. O sus omisiones.
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