ESTRICTAMENTE PERSONAL

La economía, por encima de la vida

Raymundo Riva Palacio

La metáfora de la dislocación del actuar del presidente Andrés Manuel López Obrador no podría estar mejor representada que en los escenarios que monta su equipo de comunicación en las capitales que recorre esta semana. Mientras él urge salir a las calles y perder el miedo al covid-19, a su espalda está impreso sobre las mamparas “#quédateencasa”. Como a él no lo ven, pero sí lo escuchan, personas de todo nivel educativo creen que la pandemia ya pasó o, como dice, está domada. Nada más falso. El Presidente anima a la gente para salir porque necesita que la economía se reactive, ya que si no sucede en el plazo más corto posible, sus grandes planes transformadores se descarrilarán. ¿Dieciocho años en busca del poder, para que un miserable bicho le arruine el proyecto? De ninguna manera.

A López Obrador no le importa la vida de los mexicanos, sino dinero para financiar sus proyectos. La forma insensible como se refiere a quienes han muerto por la pandemia, con comparaciones con otras naciones y afirmaciones que hay países peor que México, permite que le aflore lo que realmente le importa. Obligar al zar del coronavirus, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell a que saque de la chistera el color naranja para pintar el semáforo epidemiológico de un día para otro en la mitad del país, y a la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, a que se trague sus palabras sobre la seguridad de los capitalinos, y empiece la reapertura de la capital, es patético e irresponsable.

¿Cuándo las cifras de muertos se incrementen, asumirán el costo por sus acciones? Algo inventarán, pero sus futuras trampas –como lo han hecho en situaciones anteriores-, no pasarán impunes. El miedo a López Obrador es superior al que se muera la gente por no plantársele. No hay evidencia alguna de que lo peor de la pandemia haya pasado, como asegura el Presidente, ni garantía de que la covid-19 va de salida del país. La gráfica con la que López Obrador sustenta la recuperación mexicana es una farsa. No porque no exista esa gráfica, sino por el uso mañoso de la información.

López Obrador ha establecido como guía para la reapertura el mismo método que López-Gatell utiliza para colorear los semáforos epidemiológicos, regido por el número de camas de terapia intensiva. En efecto, pese al incremento sustantivo de camas de atención crítica –las “zonas cero”-, no se han desbordado, no sólo por la disponibilidad, sino porque tampoco se han saturado con pacientes. El problema, que no dice la gráfica del Presidente, es lo que está detrás de los decesos.

Según la base de datos abiertos de la Dirección General de Epidemiología de la Secretaría de Salud, el 81.9% de los decesos por covid-19 se han dado fuera de las “zonas cero”, y el 13% de ese total, ha sido fuera de los hospitales. Si la capacidad de camas para atención crítica no se ha saturado, es porque ni siquiera han llegado a ser internadas 8 de cada 10 personas muertas por el virus. Un total de 13 mil 820 personas, hasta el domingo, no habían tenido acceso a un ventilador mecánico. Y de ese total, 11 mil 411, tampoco fueron atendidas en las unidades de terapia intensiva.

No son únicamente personas asintomáticas, sino también de quienes pidieron ayuda a la línea de emergencia y les dijeron que esperaran a tener los síntomas. López-Gatell llegó a pedir a quienes se sintieran enfermos que no acudieran a los hospitales para no saturarlos, salvo en casos de emergencia. ¿Cuántos de quienes le hicieron caso murieron como consecuencia de sus palabras? No lo sabremos.

Lo que sí sabemos, por los datos de Salud, es que la tendencia de ocupación hospitalaria está subiendo en 22 estados, y que los contagios crecieron en 76 ciudades –incluidas las 35 con mayor densidad de población-, coincidente con los pronósticos del Instituto para la Métrica de Salud y Evaluación de la Universidad de Washington, que estima la saturación hospitalaria en México entre mediados de junio y mediados de julio.

La posición del Presidente, secundado por López-Gatell, es que la gente se haga responsable de sus actos. En términos políticos, es la claudicación del gobierno a las políticas públicas, y se transfiere la responsabilidad a la gente, como si se viviera en la anarquía. Pero esta irresponsabilidad tiene una motivación económica.Desde la campaña, en este espacio se mencionó que López Obrador tenía tres temores: un terremoto, Donald Trump y enfermarse. A Trump le ha concede todo para que no se moleste. Su salud ha sido cuidada notablemente, reforzando su sistema inmunológico, y aunque no ha enfrentado un terremoto, le cayó una calamidad similar, por cuanto a impacto económico, la covid-19.

El virus lo noqueó en un principio, al que desestimó y acusó de ser pura propaganda. Se resistió a tomar medidas hasta que la realidad de la pandemia alcanzó a México. Entonces, sin planeación ni orden, paró la economía. La debacle comenzó. Tuvo en López-Gatell una vocero a modo con credibilidad en un principio –decreciente, reveló una encuesta de El Financiero-, para que acomodara la ciencia a sus ideas, igualmente sin planeación ni orden, lo que profundizó la crisis económica. No adoptó las medidas que siguió todo el mundo y, ante el mayor hundimiento económico, decidió, una vez más sin planeación ni orden, reabrir la economía.

La vida de los mexicanos no es importante para él. Lo importante es sacar adelante su proyecto personal. Si esto significará mas muertes en las próximas semanas y una aceleración del contagio, ya le echará la culpa a la sociedad que no se cuidó. Pero la responsabilidad, de materializarse ese escenario, no es de la gente. Será de él y de sus testaferros. De eso, no hay duda.

rrivapalacio@ejecentral.com.mx

twitter: @rivapa

¿Dama de hierro o soldado del presidente?

La Secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, está cruzada por una doble contradicción. La primera tiene que ver con la tensión que genera su compromiso de mantener limpio el gobierno de la 4T y al mismo tiempo pertenecer a una de las corrientes más leales y partisanas del grupo político en el poder. Es conocida la honestidad personal de la hoy ministro de Estado, su trayectoria académica y un estilo de vida previo lo avala; pero tampoco quedan dudas de sus compromisos ideológicos y del activismo político de su entorno familiar, del cual ella misma se enorgullece. No hay nada reprochable en ello, salvo la suspicacia que despiertan los casos en los que la responsabilidad de limpiar el lodo entra en contradicción con los intereses políticos y electorales de la corriente a la que pertenece.

La suspicacia se alimenta de la ambigüedad del Presidente Andrés Manuel López Obrador respecto a la corrupción en su propia administración. Y esa es la segunda tensión a la que estaría sometida Sandoval. El mandatario ha dicho una y otra vez que él no será tapadera de nadie, que salvo su hijo Jesús Ernesto, menor de edad, no meterá las manos en defensa de ninguna persona así se trate de familiares o colaboradores íntimos. Y en efecto, nadie duda de su honradez (es un decir, sus adversarios dudan de eso y más), ha dado muestras sobradas de austeridad personal y de su obsesión para combatir la corrupción de la vida pública del país.

Pero igual de intensa es la convicción del Presidente de que su gobierno está siendo objeto de un ataque sistemático y mal intencionado por parte de sus adversarios lo cual, a sus ojos, convierte en calumnia toda acusación lanzada sobre alguno de los suyos.

En su discurso la corrupción es una plaga asociada a los conservadores y ellos ya no están en el gobierno. “Ahora es diferente, ya no hay corrupción”, insiste una y otra vez. Pero la mayoría de los mexicanos, incluso los que simpatizan con su causa, se muestran más escépticos. Los empleados públicos siguen siendo los mismos de antes, y ya sabemos que las cosas no cambian simplemente por la buena voluntad o por decreto, como lo ha mostrado el crimen organizado que ha hecho oídos sordos a los exhortos presidenciales a portarse bien y hacerle caso a sus mamacitas.

La propia reacción de López Obrador ha sido contradictoria ante la denuncia periodística en los casos que hasta ahora se han presentado (entre otros Ana Guevara, Manuel Bartlett, Cuauhtémoc Blanco, Carlos Lomelí, Roció Nahle, Sanjuana Martínez o Yeidckol Polevnsky). Interpelado en las Mañaneras por algún reportero, su reacción ha sido invariablemente la misma respecto a estos escándalos. De entrada, responde como jefe de Estado: “que se investigue, aquí no se protege a nadie”. Pero una vez dicho lo anterior, nunca se aguanta las ganas de actuar como jefe de una facción política: “me parece una persona digna, lo que pasa es que estamos siendo atacados por los adversarios que acuden a mentiras falsas (sic), distorsionan, inventan”, dirá con algunas variantes según el caso.

Tiene razón el presidente al afirmar que hay una cacería de brujas instigada por razones políticas y criminales. Por motivos circunstanciales he podido conocer las amenazas de extorsión que ha recibido Manuel Bartlett de parte de algunos de los millonarios intereses que ha afectado, haciéndole saber que seguirá siendo linchado mediante una campaña de desprestigio y escándalos hasta que les regrese determinadas canonjías. En eso no anda desencaminado AMLO.

Pero eso no significa que en todos los casos los funcionarios exhibidos sean necesariamente inocentes. Las dos cosas no son excluyentes; los enemigos inventarán calumnias en algunas ocasiones; en otras simplemente sacarán raja de las malas prácticas que puedan descubrir.

Esto politiza de una manera insoportable las tareas de la secretaria de la Función Pública. De hecho, los casos están politizados antes de llegar a su escritorio por partida doble: los adversarios esgrimen los escándalos como una muestra de inmoralidad e hipocresía del gobierno de Morena; el presidente exime implícitamente a los funcionarios implicados al convertirlos en víctimas de una persecución.

Y también quedan inevitablemente politizados después de salir de su escritorio, cualquiera sea el fallo. Un dictamen en contra de alguno de los políticos señalados daría la razón a los adversarios de la 4T; un dictamen favorable, por el contrario, la convierte en “cómplice” de Palacio Nacional, según la oposición. Cualquiera de las dos opciones no solo resulta ingrata a la imagen de la ministra, también perjudica la credibilidad de López Obrador en su lucha contra la corrupción.

Siempre creí que la mejor manera de minimizar este dilema consistía en entregar la dependencia a una figura que no corriera el riesgo a ser vista como un aliado incondicional del presidente (y no digo que Sandoval lo sea, pero al ser desconocida previamente salvo en algunos círculos académicos, la opinión pública así lo asume hasta que se demuestre lo contrario). Un Cuauhtémoc Cárdenas, un Porfirio Muñoz Ledo o incluso no correligionarios como Diego Valadez o José Woldenberg, cada uno a su manera más allá del bien y el mal, se habrían convertido en un dolor de cabeza para el presidente en más de una ocasión pero habrían legitimado su cruzada contra la corrupción.

No se trata de encontrar un chivo expiatorio entre los funcionarios señalados y convertirlo en víctima por partida doble (primero de la calumnia y el escándalo y luego de un fallo de culpabilidad solo por necesidad política). Pero igual daño provoca eximirlos en automático por el embate de mala leche de la que son objeto. Me temo que esto no se resolverá hasta que la secretaria encuentre un caso sólido que pueda llevar a juicio, incluso a contrapelo del interés presidencial. Lo que muchos dudan eso es que eso vaya a suceder. ¿Se impondrá la dama de hierro de honestidad implacable que ella ha deseado proyectar o la militante política y partisana incondicional que algunos critican? El tiempo lo dirá.

Salir de la versión móvil