(Misael Tamayo Hernández, in memóriam)
El martes se conoció la sentencia condenatoria que emitió un
jurado anónimo en la corte donde se llevó su juicio, conocido entre nosotros
como “El juicio del siglo”.
De repente, metidos como estábamos en el arranque del
gobierno de Andrés Manuel López Obrador y todo lo que se desprendió desde su
llegada a la presidencia, el 1 de diciembre pasado, el tan publicitado juicio
contra el narcotraficante más buscado del mundo, que llegó a ser una leyenda
por las fugas espectaculares que –dicen- protagonizó (aunque la verdad es que
lo dejaban ir), pasó para muchos desapercibido, o al menos no le dimos la
importancia debida.
Al final de cuentas, es un jefe más metido en una de las
mazmorras del siglo 21, un tanto cuanto más moderna que las de la edad media
pero igual de letal. Uno más de muchos que optó por el camino corto, pero ancho
(Joan Sebastian dixit).
Pero haciendo un juego de espejos, valdría la pena ahora
preguntarnos qué pasa en México tras la detención, extradición y condena del
Chapo Guzmán. ¿Cambió algo para nosotros? ¿Se redujo la violencia? ¿Terminó el
trasiego de drogas desde este país hacia otras partes del mundo? Sus últimos
años en el penal de Colorado, diseñado por mentes brillantes pero tan perversas
como la de los mismos condenados, que es una cárcel dentro de otra cárcel,
propia de un genio de Hollywood, ¿ayudará en algo para que México supere toda
su desgracia, que ahora suma la trata de hombres, mujeres y niños, el
secuestro, la extorsión, más lo que se acumule?
El gran golpe que dio el gobierno de Enrique Peña Nieto en
2016, al recapturar al legendario narco sinaloense –quien pudo escaparse en dos
ocasiones de penales de máxima seguridad: una vez en un carrito de lavandería
en el penal de Puente Grande, Jalisco; y otra vez del penal del Altiplano, por
un túnel que se abrió hasta su celda, pero del que nadie se dio cuenta hasta
que Joaquín Guzmán Loera se metió al baño y no volvió a salir del retrete-; ese
gran golpe, decíamos, que le lavó un poco la cara al desaseado gobierno
peñanietista y a su malogrado precandidato presidencial, Miguel Osorio Chong,
¿fue la panacea para todos los males del país?
Y es que como sucede en estos casos, mientras que los medios
de comunicación y las redes sociales alimentan historias morbosas, algo sigue
igual o incluso empeora en la base de la sociedad. Nada cambia.
Desde luego que El Chapo merece estar en la cárcel por sus
25 años de carrera delictiva –sin contar el tiempo que sirvió como
lugarteniente de otros- pero que no nos engañen. Nada ha cambiado y no cambiará
ni siquiera si le quitan la fortuna que amasó en todos estos años (a propósito
de que Donald Trump ya le puso el ojo a ese dinero para construir el muro
fronterizo).
El trasiego de estupefacientes continúa, el sicariato se
recrudece, los delitos se incrementan, los homicidios están a la orden del día,
el gobierno se hace bolas tratando de enfrentar a un enemigo poderoso pero
invisible, pues está incrustado en la sociedad misma, en el gobierno y en la
empresa.
En junio próximo conoceremos el destino que correrá Guzmán
Loera. Su defensa espera que no se le mande a la dantesca prisión de Colorado,
donde no podrá volver a ver ni oír a ninguna otra persona (porque las celdas
están desonorizadas, para que los presos no se comuniquen entre sí no por
código Morse), mucho menos a su esposa o hijos.
Tal vez, algún día, nos darán la noticia de que El Chapo
murió en prisión. Pero, ¿y México?
Todo sigue igual. La defensa hizo un buen trabajo, pero no
en la defensa de El Chapo, que realmente era indefendible. Sino exponiendo cómo
fue que este hombre iletrado, nacido en una sierra inaccesible de Sinaloa, se
convirtió en el jefe de un imperio del narcotráfico. Y éste es el meollo del
asunto. Jamás habría podido levantarse hombre alguno en ese negocio y perdurar
por tantos años, sin protección y complicidades. Y, pues bien, él ya está
juzgado y vencido en juicio, pero todos los que lo usaron para manejar el
jugoso negocio del tráfico de estupefacientes, siguen en México, en paz y con
fortuna. Es decir, que seguimos con el enemigo en casa.