Quemando las instituciones
Raymundo Riva Palacio
El presidente Andrés Manuel López Obrador requiere que urgentemente alguien
en su equipo de arme de valor, se empape de ética institucional y a riesgo de
que sea enviado a la congeladora, por contrarialo, tiene que ayudarlo, ayudar a
su gobierno, y ayudar al país. Tiene que pedirle que deje de hablar ya de lo bueno
que hizo en Culiacán y alejarse por completo del tema de seguridad, dejando a
sus colaboradores el manejo de la crisis en la que se encuentra, y desaparecer
de las conferencias de prensa a los secretarios de la Defensa y la Marina,
general Luis Cresencio Sandoval, y almirante Rafael Ojeda. En el primer caso,
si no se sale de la crisis, la crisis lo devorará; en el segundo, va a seguir
maltratando su imagen y con ella, la de la institución.
Las Fuerzas Armadas son lo mejor que tenemos. Gracias al trabajo social
desarrollado por décadas, el Ejército se mantiene en lo alto de la buena
percepción ciudadana, mientras que la Marina, por el éxito de sus operaciones
especiales, es altamente reconocida. Durante varios años, personas con renombre
dentro de Morena, algunos muy cercanos al presidente Andrés Manuel López Obrador,
se dedicaron a destrozar la institución a partir de los abusos, excesos o
corrupciones cometidos por militares de diferentes rangos, sin distinguir entre
las personas y la institución. Los intentos de demolición han sido derrotados
hasta ahora, cuando por la puerta de atrás, el presidente está reavivando el
debate.
Que los dos jefes militares aparezcan regularmente en los mensajes de la
derrota, aunque la retórica pretenda ser de victoria, con discursos que son
defensivos y con declaraciones vitriólicas contra gobiernos anteriores, sin
asomo de autocrítica real sobre lo que hicieron y dejaron de hacer en este
gobierno, automáticamente está asociando al Ejército y la Marina con los yerros
cometidos por los civiles, cuando, en el caso de los soldados, obedecieron las
órdenes del único que puede dárselas, el comandante supremo de las Fuerzas
Armadas, que es el presidente de la República.
El general Sandoval ha dicho desde el primer momento que la estrategia
seguida en Culiacán el jueves pasado, no tuvo el consenso del gabinete de
seguridad. Se puede argumentar que quienes estuvieron en contra de la
estrategia fueron los militares, pero obedecieron lo que mandó el presidente. Este
quiebre dentro del gabinete de seguridad, nunca expuesto por uno de los
afectados, tuvo como secuela la difusión de dos videos de la Secretaría de la
Defensa, en donde dejan claro que los militares cumplieron su misión. Por
tanto, quienes no la completaron -entregar al capturado, Ovidio Guzmán López a
la DEA-, fueron los civiles.
La ruptura interna debe preocupar al presidente, quien el lunes reconoció
al Ejército, pero se le olvidó hacer lo mismo con la Guardia Nacional, que se
supone no es militar sino civil, que oficialmente fue la responsable de la
operación de captura de Guzmán López, y tuvo bajas. El general Sandoval debe
estar enfrentando las presiones que tuvieron algunos de sus antecesores, que
recibían las quejas intramuros de sus generales porque consideraban que el
poder civil estaba desacreditando al Ejército. Al obligarlo a participar en las
conferencias de prensa, el descrédito y desgaste lo asume directamente él, como
sucede con el almirante Ojeda, que aunque pertenece al gabinete de seguridad,
no tuvo un papel en la operación de Culiacán. En su caso, recibe toda la
metralla de la opinión pública pese a que tampoco estuvo de acuerdo con lo que
hicieron los civiles, lastimando por
tanto a la institución.
Si el presidente quiere blindar a las Fuerzas Armadas, debe dejar de
utilizar a sus jefes como voceros que están jugando el inadmisible papel de
fusibles. Confunde López Obrador la transparencia de la información, con la
persona que debe asumir la tarea de informar. Es un error básico lo que está
haciendo. Para problematizar sus consecuencias al extremo, tendría que cesar a
los dos militares por la operación fallida en Culiacán, porque no hacerlo, como
sucede con el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, le
crecerá como una infección que pudra la pierna. El presidente ha permitido que
el fracaso de la operación, por cuanto a los resultados, recaiga directamente en
él, y en segundo lugar en ellos.
Su incontinencia verbal, que tiene salida en las mañaneras, también
debe parar. La seguridad es el tema en donde ningún líder debe intervenir
porque es una bomba con la mecha prendida. Cualquier avance importante que se
haga, el asesinato de un transeúnte que quiso evitar que lo robaran, por
ejemplo, oculta lo relevante. El presidente debe estar por encima de todo
porque públicamente nunca se equivoca. Para eso están sus subalternos, y los
subalternos de estos, que son los fusibles que se queman primero.
Pero si el presidente asume la vocería y la rendición de cuentas de lo
malo, él mismo anula los amortiguadores y se entrampa. Abusa de su popularidad
y de su empatía con la gente, pero tiene límites. La seguridad es el primer
punto de inflexión y López Obrador no puede seguir extendiendo la magia
cristiana de su palabra. La realidad lo embistió en Culiacán, y no puede seguir
negándola y buscando que cambie la realidad porque él no piensa hacerlo.
La necedad no ha sido buena consejera a lo largo de su carrera política,
pese a que en 2018 se alineó la realidad del país con la realidad que pregonaba
desde hacía 18 años. Él no cambiará de manera natural, por lo que necesita
quien, dentro de su entorno, tome la iniciativa y lo rescate a él, a su
gobierno y al país mismo de este choque de trenes entre sus creencias y la
realidad.
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